¡Qué ganas tenia de hacerme a la mar yo solo! Era tan feliz como el día en que la abuela me regaló aquellos zapatos negros de charol con cordones, los vi en una revista de moda ¡ como relucían en los pies de aquel señor tan elegante! De nuevo aquella misma sonrisa se reflejaba en el cristal de la puerta cuando salía a la calle.
El viejo Salero, el bote heredado del abuelo Fermín que hacía unos meses decidió no salir más a faenar por su avanzada edad y porque la abuela así se lo prohibió, y yo, nos íbamos de pesca. A mis pies la caña recién estrenada, una bolsa y la caja con anzuelos de varios tamaños, sedal y carrete de repuesto como me aconsejó el abuelo. A mis manos los remos y toda la energía necesaria para llegar al lugar que marcó Abel con una boya de color rojo.
Estaba amaneciendo, el sol se reflejaba en el agua, lástima que para mis ojos enfermos esta imagen tan bella fuera más bien una tortura. Busqué en la bolsa seguro de haberlas puesto mientras preparaba los aparejos y el almuerzo, efectivamente, allí las tenía, en la funda negra, como siempre. Más cómodo, con las gafas oscuras puestas, ya me sentía preparado para demostrarle a mi abuelo que podía ser tan buen pescador como él.
Unos minutos después, en el punto señalado, recogí los remos y monté la caña con cuidado, las manos me sudaban, serían los nervios, las froté contra las perneras de mis pantalones en un intento de secarlas y relajarme; respiré hondo, lancé la caña y me dispuse a esperar.
De pronto la caña se dobló, el sedal quedó tenso, tiré con todas mis fuerzas, instintivamente me puse de pié y comenzó un juego de tira y afloja entre mi pesca y yo, cuando parecía que lo tenía dominado, el sedal se rompió, resbalé y caí al agua.
¡Qué vergüenza! Mi orgullo herido se iba hundiendo en el mar agarrado a mi cuerpo sin querer soltarse,
Mariché Villalba