“¡Escúchame por favor!”- grita mientras corre tras él escaleras abajo.
Infinitas veces le ha pedido que lo haga pero sigue tratándola como si todavía fuera una niña. Elevan sus voces hasta el modo grito, llegando a un punto de agresión de tono más que de palabra. Lo agarra por los brazos, lo zarandea y por unos segundos consigue un poco de atención, la mira con la boca abierta muda de asombro, incertidumbre, más bien miedo ante su extraña reacción, es la primera vez en sus recién estrenados cincuenta años que se atreve a actuar así contra él. Vano intento de explicar, lo más serena que su estado le permite, la intención de esas cuatro palabras teniendo en cuenta como se han desarrollado los acontecimientos.
No sirve de nada el esfuerzo por contenerse para hablarle en tono neutro, es inútil que comprenda lo que ha querido decir, él continua huyendo y ella intentando retenerlo para que escuche. Como en tantas ocasiones se siente vencida por su gran ego, que de grande se le sale del cuerpo convirtiéndolo en un gigante contra el que le resulta imposible luchar. Nota su cuerpo encogerse, regresando a los diez años, de nuevo es aquella niña con gafas, aparato en los dientes y botas ortopédicas que se chupa un mechón de pelo mientras hace pucheros a punto de llorar.
“Qué día tan estupendo que me acabas de dar”-dice entre lamentos dejándose caer en un sillón, el mismo que usa para sus momentos mágicos de té y buena lectura. “Lo has vuelto a conseguir”- se le escapa en voz alta viéndole salir de su casa y de su día usando una de las mil frases de su discurso favorito, ese tan victimista que ella engulle entero hasta lo más profundo de su ser.
Llorar, respirar y gritar de una vez casi la mata. Encogida, escucha el motor del coche alejarse de su casa, medio ahogada, incapaz de soportar el dolor en el pecho y el estómago causado por ese coctel de rabia, culpa, desilusión y pena. Abre los ojos, no recuerda cómo ha llegado al suelo, la espalda apoyada en la pared, abrazada a sus rodillas con lágrimas y sollozos mudos que aprendió a usar hace mucho tiempo, cuando se escondía para gritar y llorar para adentro, en silencio.
“Todavía no has llegado a tu casa y yo ya me arrepiento de haberte gritado, zarandeado, obligado… me siento rabiosamente culpable por mi reacción, a fin de cuentas solo tú eres responsable de la interpretación que le das a mis palabras y eso no justifica mi reacción”-piensa mientras intenta levantarse en busca de su bolso.
“¡Lo siento! necesito que me perdones tanto como necesito que me escuches”-grita a las paredes de su casa vacía.
Cogerá el móvil, oirá dos tonos, una voz le dirá: “el teléfono está apagado o fuera de cobertura” en parte se sentirá aliviada, le mandará un mensaje de voz, se desesperará porque él tardará dos días en verlo y contestar. La angustia ascenderá desde el estómago hacia la sien, abrasándolo todo a su paso.
El pánico se apoderará de ella, un pequeño descuido hará que casi lo borre sin abrirlo, se irá al baño, al final de la casa, su lugar preferido de recogimiento, respirará hondo, pegará el móvil a su oreja derecha y escuchará.
Sentada sobre la tapa del váter tendrá otra vez diez años, regresará el sentimiento de abandono, su Sir Láncelot volverá a dejarla desamparada. Será consciente que no entendió sus palabras, sabrá que con el tiempo él regresará como si nada, reseteará ese pedazo de memoria, será como si no hubiera pasado y nunca más hablarán de ello.