Hay una larga lista de polos ochenteros desparecidos que todavía hoy mucha gente recuerda con nostalgia. Hoy saldamos cuentas, hoy invocamos a los muertos
Nigromantes, sed bienvenidos a este cementerio caleidoscópico. Un camposanto de azúcar, hielo y colorantes que rebajará vuestra temperatura corporal un par de grados y os introducirá en la ultratumba de la heladería industrial española. Acercaos al Cementerio de Polos y caminad con tiento, no os vayáis a sacar un ojo con la lápida de Frigodedo.
Esta noche nos sumergiremos en una historia triste de almas en pena y nostalgia; la historia de los polos ochenteros que marcaron a toda una generación y alguna mano negra decidió enterrar para siempre. Fue un exterminio silencioso e implacable que aún hoy horada la psique de muchos adultos traumatizados. Si todavía os despertáis empapados de sudor con el sabor del Choc Bana en la punta de la lengua, uníos a esta invocación.
La nostalgia de los ochenta es como una droga para infinidad de cuarentones, nos gusta embriagarnos con nuestras batallitas, pero cuando nos adentramos en el opaco mundo los polos prehistóricos, el tono es casi un lamento. A muy pocos se nos ocurriría traer de vuelta los tejanos decolorados Closed, pero cuando hablamos de polos desaparecidos, seríamos capaces de recurrir a la magia negra para resucitar y volver a pegarle un lametazo al Capitán Cola. El componente nostálgico de los polos muertos es poderoso por motivos obvios. Cuando se empezaban a colgar los carteles con los helados de cada temporada, el olor a vacaciones impregnaba el ambiente, se producía una deflagración contenida de felicidad que traspasaba las paredes de todas las casas con niños. Con los polos llegaba la libertad.
Sorber un Camygato en la playa, después de comerte el bocata de chopped, era alcanzar el nirvana. Recuerdo las carreras hacia el chiringuito y el arduo proceso de elección del polo como pasajes de felicidad extrema. Siempre querías jugar en las grandes ligas, es decir Frigo y, si eso, Camy, pero a veces tenías que bajar a los infiernos y adentrarte en ese Asilo de Arkham que era el cartel de Miko -solo un a mente enferma podría haberse inventado el Mikobruja- o Avidesa. Para el gastrónomo y editor de la revista DA, Daniel Arbós, aquellos artefactos fortalecían incluso el tejido humano. “Eran helados compartidos. Los tengo ligados a recuerdos de verano, con mi padre, que al cerrar la tienda por la noche, compraba helados. Nos los comíamos juntos o con los amigos en la plaza del pueblo”.
Borja Prieto, fundador y director de la agencia Está Pasando y arqueólogo doctorado en cultura popular, también se pone nostálgico. “Eran un acontecimiento nuclear, como la Primera División. Todos los años se caían helados y entraban nuevos. Recuerdo con un disgusto mayúsculo cuando desapareció el Supercola o el Capitán Cola. Eran muy originales porque eran personajes inventados, no salían de ninguna serie o película de moda, sino de cabezas de creativos o pasteleros probablemente fumadísimos. Los helados son cultura pop”.
Mikopete y Mayra Gómez Kemp
En los ochenta, las familias españolas disfrutaban de cierta estabilidad económica y florecía la descendencia. El consumismo empezaba a dispararse y la batalla para atraer la atención de los críos era cruenta. Quizás por eso, los polos tenían formas y nombres tan chalados. Mónica Capdevila, de la prestigiosa heladería Paral·lelo, rememora aquellos tiempos de locura. “Me gustaba el juego que había alrededor del formato. El modo de comerlo era todo un ritual. Las bromas simulando comer un pie, sacarse la lengua teñida de rojo con el Drácula, comer el Boomy sin que las frutas se desmontaran, empujar el cilindro del Mikopete… Comer polos en nuestra infancia era divertido y esto se ha perdido un poco porque, obviamente, se busca más la calidad y no tanto el formato para atraer al niño”, asegura Mónica.
Las razones son legión, pero lo cierto es que aquellos polos de siluetas grotescas y cromatismos almodovarianos nos volvían completamente locos. Tenéis que comprendernos, a diferencia de los retoños actuales, bendecidos con un despliegue infinito de ocio infantil multipantalla, en los 80 solo teníamos los cómics de Mortadelo y Filemón y a Mayra Gómez Kemp, éramos criaturas fácilmente impresionables.
¿Se ha perdido ese punto de locura? Hablo con el periodista Jesús Terrés, que también analizó el legado de los polos retro en Condé Nast Traveler. “Hemos sido testigos del tristísimo devenir que es siempre la industrialización, comercialización y paquetización del placer: aburrimiento a mansalva. Y todo lo que era indie, lisérgico y canalla se traviste de copys, creativos, spots con influencers monos e interproveedores silentes en sus fábricas a las afueras”, asegura Jesús.
¿Todavía chillan los Frigurones, Clarice?
Como pudimos leer en Verne, Frigo abrió la caja de los truenos a finales de los 70 con el innovador Drácula, un sueño húmedo de fresa vainilla y cola que te dejaba la lengua como el trasero de un mandril. Como buen vampiro, ha sobrevivido hasta la actualidad. Y es que no se puede matar al Príncipe de las Tinieblas, tened claro que este polo nos enterrará a todos.
Eric Ortuño, director de la escuela de repostería y pastelería L’Atelier , es fan de este helado no-muerto. “A nivel técnico, era un producto complejo de fabricar, tenía tres capas, para la época fue una proeza. Además, se han hecho incontables versiones, yo mismo hice una”. Con el éxito de Drácula, la heladería industrial se convirtió en una piñata de pop-art y sus mentes más creativas, quién sabe si alteradas por algún tipo de hongo lisérgico u onda psíquica extraterrestre, vivieron un Mayo del 68 multiplicado por tres. Y se quedaron bien a gusto.
Entre los difuntos más psicotrópicos tenemos a Nifti, un fantasma de vainilla con las pupilas dilatadas y una sonrisa sospechosa. Tenemos una mano humana despellejada señalando al infinito: Frigodedo. Tenenemos a Mikopete, que era como el payaso de ‘It’ después de beberse dos botellas de tequila. En las oficinas de Avidesa, alguien que desayunaba muy fuerte se inventó una Pantera Rosa con bufanda. Diablos, podías comerte un jefe indio llamado Frigosentado -la corrección política no existía por aquel entonces- y hasta unas gafas que bizqueaban: Veo-Veo.
Pero hay un polo que incluso a dos metros bajo tierra brilla con radiación propia: el Frigurón, un escualo añil con sabor a piña alienígena y más umami que los erizos de mar de Hokkaido. Aquella criatura de hielo era droga muy dura, te ponía la lengua como la nalga de un pitufo y de propina te dejaba una sed estratosférica. No es casualidad que la metanfetamina de Breaking Bad tenga el mismo color.
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